Enojarnos contra Dios por la maldad de otros o por las consecuencias de la maldad humana -como lo son la enfermedad, los accidentes, la alteración de los ciclos de la naturaleza o la pobreza- es, primeramente, olvidar que nosotros también hemos hecho o causado mal en algún momento y, segundo, tener una idea equivocada de Dios. 

Más bien deberíamos considerar hasta qué punto los seres humanos hemos transgredido las leyes de Dios, diseñadas para una vida buena, sana y armoniosa. 

Dios nos ama como nadie, desea nuestro bien, nos perdona cuando nos arrepentimos y ha prometido estar todos los días con los que le aman, aún en este mundo tan dañado por el pecado humano.

 

 

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