Dios me salvó y no me ha dejado



11 de noviembre de 1971

Cuando yo era niña, quizás debido a mi temperamento primordialmente melancólico, solía ser sumamente introspectiva. En esa época mi madre me llevaba, junto con mis hermanos, a la Iglesia Cristiana (Discípulos de Cristo) en la cual ella conoció a Jesucristo como su Salvador y Señor. Caminábamos hasta la iglesia, pues en ese tiempo casi todo se hacía caminando.

Había una iglesia que nos quedaba más cerca. De vez en cuando yo iba a esa iglesia con unos vecinos. Imagino que eran días en los que mami no podía ir a su iglesia por alguna razón. Ésta estaba al cruzar la esquina, a unos 5 ó 6 lotes de distancia de mi casa, así que no había peligro de que pudiéramos perdernos. Era una Iglesia de Dios Pentecostal Mission Board. Tenía una visión muy rígida del cristianismo. Debido a mi acostumbrada introspección, la maestra de Escuela Bíblica para niños siempre lograba que levantara mi mano para recibir a Jesús como mi Salvador porque siempre me sentía pecadora y mala. Creo que no hacía demasiadas cosas malas, pues no era muy inquieta, pero sí pensaba mucho y condenaba mucho mi propio pensar. El problema era que la próxima vez que regresaba sentía que de nuevo necesitaba a Jesús como mi Salvador porque todo parecía quedarse igual dentro de mí. Así ocurrió en diversas ocasiones. Creo que el Espíritu Santo de Dios estaba creando en mí conciencia de pecado; estaba iniciando su obra hacia mi redención.

La primera semana de noviembre de 1971 mi madre no pudo asistir a la Iglesia Discípulos de Cristo, pero de algún modo logró que alguien nos condujera hasta allí. Entre mis maestras de Escuela Bíblica en la Iglesia Discípulos de Cristo se encontraba una anciana llamada Magda Rocafort. Ella nos enseñó el orden de los libros de la Biblia, nos guió a memorizar el Salmo 23 y el Salmo 100 y nos explicó lo que es tener reverencia a Dios en el templo. Esas cosas ocurrieron como desde mis seis años. Ahora recién cumplía once.

Ese domingo en que mi madre no estuvo con nosotros en la iglesia (creo que Dios lo dispuso así para obtener toda mi atención), percibí algo hermoso. Era una sensación como de paz que no estaba sólo en mí, sino en toda la nave del templo. La gente cantaba, oraba y leía la Biblia igual que siempre. El predicador hablaba (realmente no sé de qué habló) igual que siempre. Pero había algo distinto en el ambiente; algo que no pude comprender. Era algo agradable.

Cuando llegué a mi casa se lo conté a mi madre. Ella me dijo que eso se llamaba “sentir la presencia de Dios” y que esa paz significaba que Dios estaba allí, dentro del templo. Me dio instrucciones para que, si volvía a sentir esa sensación, me mantuviera en reverencia y oración en silencio ante Dios. Ahora pienso que fue como la madre de Samuel cuando Dios lo llamó.

La siguiente semana los vecinos me invitaron a la iglesia Pentecostal. Esta vez no para la Escuela Bíblica matutina, sino para un culto nocturno. Allí nuevamente sentí la presencia de Dios. Pero esta vez el Espíritu de Dios producía en mi corazón arrepentimiento y a la vez gozo. Lloraba incesantemente, aunque no entendía muy bien lo que me ocurría. Mi vecina me preguntó si deseaba aceptar a Jesús como Salvador y Señor de mi vida. De inmediato le dije que sí y pasamos al altar. Fue entonces cuando por primera vez comprendí realmente lo que era aceptar a Jesús. Muchas veces había tenido convicción de pecado. Ahora tenía convicción de que la justicia de Dios ofrecida mediante el sacrificio de Jesús podía cubrir mis pecados y cancelar el juicio o castigo de Dios sobre mí. Se había completado la obra del Espíritu Santo para mi salvación y pude comenzar una nueva vida. Por algún tiempo continuaba pasando al frente debido a mis nuevos pecados de cada día, pero luego me instruyeron y me indicaron que sólo era necesario acudir a Dios en busca de Su perdón. Mi salvación en Cristo ya estaba completa.  El Espíritu Santo continuaría la obra de transformación en mí cada día hasta el fin de mi vida.

Así ha sido. En un par de ocasiones he tenido que reconciliarme con Dios porque me he separado de su amistad y me he alejado de su gracia. A veces quise vivir como en dos mundos, agradando en parte a Dios y en parte a mí misma. Pero sé que Él siempre ha estado cerca para ayudarme a reencontrar el Camino y no perder esta salvación tan grande por la que Cristo mi Redentor murió. Como dijo San Pablo: ¡Gracias a Dios por su Regalo de incalculable valor, Jesús!

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